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Saturday, April 27, 2024

La papa que nos comemos

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Wilson Rogelio Encisohttps://sites.google.com/site/wilsonrogelioenciso/
Chaguaní, Colombia, 4/15 de julio de 1958, profesional en Ciencias Políticas y Administrativas (Administrador público), diplomado y posgraduado en diversas especialidades académicas y de gestión pública. Laboró con el Estado colombiano entre 1978 y 2015 y fue docente universitario de 1986 a 2012. Autor de una saga de veinte novelas, dos en proceso y tres en perspectiva, dos compilaciones de narraciones románticas y relatos que difunde en Revista Latina NC, wrenciso.com y en Escondite Literario Tropical. Novelas publicadas: La iluminada muerte de Marco Aurelio Mancipe, 2016, Con derrotero incierto, 2017, Enfermos del alma, 2018, El frío del olvido, 2019, Matarratón, 2021, El valle de las apariciones – Novela Coral, 2022, Berenice, una mujer feliz, 2022, Sin afán ni olvido, 2023, Historias guardadas, 2023 y ENTROPÍA, 2024. Amé en silencio, y en silencio muero, 2017, es una compilación de narraciones románticas y en Canto Planetario – Hermandad en la Tierra, 2023, participó con un relato ambiental. Wilson Rogelio Enciso es gestor de la iniciativa literaria: Una novela para cada escuela, con la cual busca incentivar la lectura en la juventud. Lleva donadas más de ciento setenta obras de su autoría en bibliotecas y escuelas públicas en Colombia, Costa Rica, Estados Unidos, República Dominicana, México, Nicaragua, Argentina y España, con entregas personales, la mayoría, con envíos por correo y mediante presentaciones vía Internet.

Con eso del cambio climático, la contaminación ambiental, así como para evitar en cualquier momento otro periodo infernal de cuarentena encerrado entre cuatro paredes en un conglomerado residencial, y una vez la pandemia pareció dar tregua, decidí buscar un cuadro de tierra en un pueblo algo cerca de la capital para construir una cabaña e irme a vivir allá de manera alternativa. La idea no era desconectarme del todo de la vida citadina, por lo del trabajo y los asuntos médicos y asistenciales que en el campo suelen ser restringidos, complejos, cuando no inexistentes en algunos casos. Por lo que para estos y otros menesteres es imperioso el vínculo y la cercanía con la urbe.
Busqué, entonces, un pueblo en ladera, a menos de dos horas del límite capitalino. Chirataura, nombre del villorrio al que fui a dar, tiene la mayoría de los pisos térmicos tropicales. Desde el brumoso páramo, el recalcitrante y quemante frío, el inconstante templado y hasta el huraño semi cálido. Por lo que, como es obvio, goza de una variedad de tierras dedicadas a la explotación de diversos renglones agropecuarios y últimamente a la vivienda suburbana, ¡casas dormitorio! Este uso es quizá el de mayor y dramática proyección en los municipios ubicados en las inmediaciones de las grandes como atestadas metrópolis.
Pese al incremento del precio de la tierra, antes dedicadas solo a labores agrarias, que comenzó desde unos años antes de la pandemia y que se desenfrenó durante esta, y hasta ahora, me atrajo la oferta de un lote grande de casi cinco hectáreas, con un monto algo cómodo, a quince minutos abajo del poblado. Lo compré. Hasta entonces, como me dijo el vendedor y luego averigüé, allá solo cultivaban productos de la región, ni siquiera casa habitable tenía… aunque sí unas vistas espectaculares, tanto en los amaneceres como en los atardeceres, amén de ser paso y anidación de un sinnúmero de aves migratorias. Que fue lo que más me sedujo, fuera de la ganga en cuanto al precio.

Era el sitio perfecto para hacer la cabaña en un alto. Pensé desde ese momento sembrarle árboles, jardines y huertos, así como trazar senderos ecológicos para el avistamiento de aves en el resto del predio que, tiempo atrás, fue deforestado casi en su totalidad para darle espacio a los sembradíos. Aún eran evidentes las heridas que sufrió el que antaño fue un bosque nativo que llegó a cubrir la ladera de aquel municipio, por ende, gran parte del retazo de tierra que adquirí.
En mi pedazo de loma aún quedaba uno que otro árbol, así como una mata de monte que persistía al fondo, en la parte más lejana, entre peñascos, hondonadas y límite con otras propiedades. Pensé, cuando fui la primera vez a negociar el lote, que la motosierra no llegó hasta ese lejano montecito porque, al ser lo más quebrado, empinado y apartado del predio, era difícil y nada atractivo, ni rentable, sembrar y luego cosechar algo por allá.
No estaba del todo equivocado en cuanto a la pervivencia de aquella mata de monte. Por allá solo me asomé hasta cuando tuve las escrituras a mi nombre y llevé a un ingeniero para que hiciera los trámites respectivos para la licencia de construcción de la vivienda… mi añorada cabaña campestre.
A diferencia de lo que pasa en la gran parte de la descapotada ladera, todavía más en los predios alrededor del mío, la mayoría todavía dedicados a la producción agropecuaria, la arbolada del risco de mi cuadro de tierra permanece fresca, no solo en invierno cuando es esplendorosa, también lo hace durante el atosigante verano… aunque bajo un atufo que acongoja mi hastiado espíritu citadino desde cuando me tropecé con la tan subcontinental razón de su verdor perenne.

Chirataura y toda aquella región es objeto inexorable de los embates del clima extremo, más ahora que antes. Durante cerca de seis meses hay lluvias copiosas que lo inundan y desbarrancan todo, además de amenazar las cada vez más endebles y expuestas infraestructuras rurales, tanto las públicas como las privadas. Todavía así, estos torrenciales son propicios y esperados para los cultivos, ganadería y vida bucólica entre neblina, razón por la cual los moradores soportan y capotean a su manera los embates del invierno y le sacan beneficio.
Otra cosa es durante el duro verano, el resto del año. Es cuando la tierra se cuartea y con ella los bolsillos campesinos flaquean ante la insuficiencia del líquido vital. ¡Bendita agua!, chorrito disminuido que dejan escurrir del páramo y que las autoridades, mediante el acueducto, priorizan para el consumo humano, el doméstico. Por lo tanto, el agua para el ganado y el regadío de los cultivos y las tareas de limpieza asociadas… sería lo de mayor afectación, de no ser por la capacidad de sobreponerse a puño que tienen los chiratauros.
A la salida del casco urbano, casi dos kilómetros arriba de mi cuadro de tierra, las aguas residuales del pueblo son canalizadas a cielo abierto por entre los linderos de los predios rurales. Un ramal de esa cloaca nutre y ‘perfuma’ mi mata de monte en lo alto del risco.
—Desde ahí, patrón, por ser el borde de la pendiente —me dijeron informalmente cuando protesté ante las autoridades municipales de Chirataura por tal situación—, sus vecinos de las fincas de abajo hacen pocetas y conectan las mangueras que llevan esa sopa de agua hasta los sembradíos, no solo para irrigar las matas y limpiarle el barro a la papa que nos comemos y a la capital llevamos; también la usan para todo lo que se produce, sea menester y mueva la economía en las inmediaciones de su finca… Permiso que, de tiempo atrás, todos los dueños anteriores han permitido en aras del beneficio colectivo.

Mi pedazo de loma ahora está en proceso de lenta reforestación en torno a la cabaña bonita que edifiqué en uno de sus altos. Desde su terraza panorámica, en las tardes, no solo teletrabajo, también oteo el sol de los venados mientras escucho entre los nuevos jardines y senderos la tonada del viento de oriente que acompasa el romance de los pájaros, a la vez que saludo a los vecinos que entran a mi finca, rumbo a la frondosa arbolada del risco. Lo hacen a diario para ir y destapar las olorosas pocetas bocatomas y acomodar las mangueras aquellas, de tal manera que durante el inclemente verano no les falte el insumo vital y orgánico para los menesteres propios de sus cultivos y ganados, evitando, así, que la economía lugareña flaquee y a todos nos afecte… ¡aún más!

El texto de este relato de ficción social subcontinental está incluido en:
‘Canto Planetario Hermandad en la Tierra’
compilación de Carlos Jarquín, páginas 170-173, volumen I,
HC Editores, Amazon.com, 2023.

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